Posadas, 4 de febrero de 2025. Por Oscar Alejandro Degiusti, licenciado en Turismo – Docente. ¿Qué pueden tener en común acontecimientos como los incendios intencionales y la desaprensión de la gente ante el peligro de una sequía, el robo y vandalización continua de escuelas e iglesias, incluso en comedores comunitarios; el robo de cables del alumbrado público, la caza y pesca furtiva de animales silvestres en diferentes espacios naturales de la provincia, el robo deliberado de madera nativa y los atentados a la biodiversidad en áreas protegidas provinciales, el atropellamiento de fauna y animales domésticos, el secuestro de mascotas, entre otros hechos? ¿Es posible que se esté modificando el ejercicio de ser ciudadanos? Veamos.
Para empezar, el concepto de “ciudadanía” goza de un carácter polisémico, con el que cotidianamente se hacen referencias en discursos y comentarios diarios. La ciudadanía ha evolucionado al ritmo de los Estados nacionales, característica principal de la sociedad capitalista.
En la antigua Grecia, ciudadano era el habitante (varón y libre) de la ciudad, específicamente de Atenas. Es decir, desde sus orígenes, el concepto refirió a individuos que son portadores de atributos que confieren el carácter de miembros de un Estado o ciudadanos. En 1952, el sociólogo T. Marshall explicitó las características y componentes de la ciudadanía, y también trazó la evolución del concepto a partir de la consecución de diferentes tipos de derechos.
La ciudadanía civil, que se caracterizó y consolidó en el siglo XVIII, instituye en las personas un conjunto de derechos relacionados con la libertad: libertad física, de palabra, de pensamiento, de religión, derecho a una justicia independiente, etc. La ciudadanía política, conseguida en el siglo XIX, refiere a la participación en el ejercicio del poder político, a elegir y ser elegido, y a la participación política. Finalmente, la ciudadanía social, que mediante las diferentes conquistas del siglo XX, posibilitó el acceso a derechos como la educación, la salud, la vivienda y la seguridad social.
Ahora, ¿qué implicaría “ejercer la ciudadanía” como elemento aglutinador de la sociedad? Por un lado, hay un ejercicio pasivo de la ciudadanía en tanto estatus definido jurídicamente; es la idea de tener derechos que ya existen al margen de la voluntad del sujeto. Por otro lado, podemos hablar de un ejercicio de la ciudadanía activa, donde a la idea de los derechos se incorpora la idea de deberes, y donde, además del estatus, hay una práctica social que va más allá del individualismo y refiere a la idea de comunidad o colectivo. Es decir, la ciudadanía propone derechos, pero también impone responsabilidades en la dirección de orientar los actos hacia el bienestar de la comunidad.
Esta idea de comunidad nos lleva a pensar en aquellos bienes que son de uso o interés colectivo y, por lo tanto, no están bajo el estatus de una mercancía. Usualmente hablamos de “bienes comunes” para referirnos a aquellos elementos, espacios o servicios que son compartidos por una comunidad o sociedad y que son considerados esenciales para el bienestar y la calidad de vida de las personas. Así, los bienes comunes pueden ser naturales, sociales, intelectuales o culturales.
Ahora bien, desde los años 90, y debido a una confusión semántica del término “ciudadanía”, se han incorporado nuevas redefiniciones a la luz de la disolución del Estado de bienestar y la irrupción del neoliberalismo, donde el Estado es reemplazado por el “mercado” y el atributo de ciudadanía es equiparado al de un “consumidor”. En este cambio de paradigma, la defensa de la “propiedad privada” como uno de los ejes centrales del nuevo pensamiento va en detrimento de las organizaciones de tipo comunitario, y el concepto de “bien común o colectivo” es reemplazado por “recurso”, es decir, como un bien que puede convertirse en mercancía.
Cotidianamente observamos los ataques verbales y discursivos de los diferentes representantes neoliberales o libertarios, como ellos prefieren llamarse, hacia todas las organizaciones sociales o hacia aquello que refiera a algún bien común o colectivo. Por ejemplo, la negación del cambio climático y la simplificación de la biodiversidad a simples recursos naturales de uso para la producción de mercancías. Incluso se pone en duda el mismo concepto de ciudadanía, ya que, si es el derecho a tener derechos (R.W. Emerson), el nuevo argumento discursivo del neoliberalismo es que “a los derechos alguien los paga”; el derecho es reducido a un acto de caridad o de despojo económico hacia quien lo paga. El mercado y la lógica de la competencia actúan como principios de justicia. Ante tanta confusión, podríamos decir que lo que es de todos, en realidad, no es de nadie, y cada uno se preocupa por su espacio “privado” o personal.
Una primera deducción es que descartamos la condición social o la necesidad económica como justificativo de estas acciones en contra de aquello que hace al bienestar colectivo o comunitario. Quien roba madera nativa y desmonta áreas no lo hace con hachas y una carretilla, sino con equipamientos y logísticas propias de quienes están arriba en la escala de estratificación social, y en la que siempre hay cómplices directos e indirectos. De manera similar, en general, los grandes robos de cables no se hacen en bicicleta, sino que se necesita cierta logística y algún vehículo apropiado; la caza ilegal de fauna silvestre en territorios que corresponden a áreas protegidas no muestra, en cada detención, motos del tipo cross, importantes variedades y calibres de armas, y toda una logística importante para permanecer varios días y desarrollar un sistema extenso de trampas en el territorio.
Otra cuestión a deducir es que no es necesariamente el resultado de personas inconscientes versus personas conscientes. Estadísticamente, de acuerdo a investigaciones, a nivel nacional, en las causas de los incendios hay un 2 o 3% que corresponden a descuidos o malos usos de herramientas (en el caso de Misiones y la región, es probable que sea un poco más alto por elementos culturales como el quemar basura, aunque los servicios de recolección funcionen regularmente), un 0,02% vinculado a causas naturales, y el resto, más del 97%, es provocado por razones económicas.
Tampoco es una cuestión de educados versus no educados, o personas sin códigos. Por ejemplo, antes, había instituciones que se consideraban sagradas, como la Iglesia y especialmente la escuela, principal generadora de ciudadanía, que quedaban al margen de los delitos. Actualmente, estos espacios no quedan ajenos a los delitos, ya sea por quienes buscan apropiarse de diferentes elementos que tengan valor económico (robo) o por aquellos que desean expresar su malestar ante una institución que no los incluye (vandalismo). La escuela inclusiva del Estado de Bienestar dejó lugar a la “empresa educativa” (Laval, 2004), que produce estudiantes flexibles, adaptables y emprendedores (Laval y Dardot, 2013).
Las palabras con que se nombra a objetos o sujetos en el lenguaje expresan el poder simbólico que tienen las mismas. Nos complementa Bourdieu (2014) al expresar que es preciso examinar la parte que corresponde a las palabras en la construcción de las cosas sociales. En definitiva, el uso de las palabras constituye un campo de conflictos sociales y políticos para la construcción de subjetividades que estructuran la vida social. Actualmente, palabras como mercado, interés económico y personal, competitividad, rendimientos, propiedad privada, libertad (individual), “los derechos siempre los paga alguien”, han reemplazado a Estado, organizaciones sociales, interés colectivo, derechos como atributos de ciudadanía, espíritu de comunidad. Como vemos, las palabras mandan y estructuran los mensajes. Y los mensajes son recibidos por la gente, que, con la ayuda de las redes sociales, no sólo recibe un bombardeo de estos nuevos mensajes, sino que la participación parece relegada a un “me gusta”, con un retroceso manifiesto de la participación física en proyectos colectivos y comunitarios.
Si a las palabras le agregamos el negacionismo climático, sumado a la retirada del gobierno de los programas internacionales como el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el Protocolo para los Sistemas de Alerta Temprana, el rechazo a la Agenda 2030, el retiro de la Conferencia de las Partes del Cambio Climático, el despido sistemático de personal de los Parques Nacionales, el discurso de desfinanciar la educación, entre tantas medidas, vamos a entender cómo la transformación del lenguaje es responsable de una pérdida de interés por la cosa pública y el crecimiento del interés privado y/o económico, y, por consiguiente, de una disminución de los atributos de la ciudadanía.
En conclusión, el lenguaje, como el uso de las palabras, es un campo de disputas sociales, políticas e ideológicas a partir del cual se estructura una sociedad. La actual avanzada neoliberal se encuentra, según las palabras de sus representantes, en “una batalla cultural contra el progresismo o la cultura woke”. En esa disputa ideológica está en juego el modelo de capitalismo que imperará en los próximos años: el neoliberalismo, con el mercado, la propiedad privada y el interés económico como norte, u otro modelo más inclusivo que resalte el interés común, la solidaridad y el Estado como garante de la igualdad. Los atributos del ser “ciudadano”, como la construcción del derecho a tener derechos, también están en disputa, como lo vimos en los párrafos anteriores. Así entendemos la relación que mantienen todos estos hechos que, en un comienzo, parecen no tenerla, pero que obedecen a reacciones ante un lenguaje que denosta el interés colectivo y ensalza el interés económico y la maximización de ganancias.
Finalmente, un punto a agregar es el rol que le toca a la “Justicia”, que también está jaqueada por el nuevo movimiento global de derecha. De cualquier manera, no puede ser que no se tenga en cuenta una diferenciación, ante un delito, entre el perjuicio individual y el daño colectivo. No es lo mismo quien roba 30 metros de cable que quien roba un cable pero deja a todo un barrio sin luz; no puede alcanzar sólo con una multa para quien deforesta y extrae madera nativa de un área protegida, lo que afecta a toda una población por la pérdida de biodiversidad y el tiempo que tarda la naturaleza en restaurarse. Es decir, no se puede mirar sólo el delito sin mirar al número de afectados. Allí es importante un cambio de paradigma en las penas.
Algunas preguntas como tarea para reflexionar: ¿es la ciudadanía un atributo que se va desdibujando y sobrevive bajo la forma de consignas? ¿No constituye la ciudadanía un cuerpo robusto y sólido en tanto percepción de la gente, pero inversamente vaciado y “cerrado” a las prácticas y la participación? ¿Estamos retrocediendo con los derechos llamados sociales? ¿Cómo se construye y manifiesta la participación ciudadana? ¿Hay un corrimiento efectivo de los espacios públicos a favor de los privados? ¿Es la exclusión social la causal de la progresiva pérdida de ciudadanía por parte de la población?